"Muchos son los miembros, mas uno el cuerpo"
I Corintios 12:9
La primera comparación en este cuadro de las diferencias versa sobre la
noción de religión:
“El catolicismo, al que pertenece propiamente dicho el título de religión, es la vía probatoria y de trabajo para llegar al cristianismo. El cristianismo es una religión de liberación y libertad; el catolicismo solo es el seminario del cristianismo; es la región de las reglas y la disciplina del neófito”[1].
Después se observa la no-universalidad
de una religión que se presenta, no obstante, como tal en su título, debiendo el
cristianismo llevar la fe en todo el mundo visible, como también en el mundo
invisible.
“El cristianismo llena toda la tierra por igual con el Espíritu de Dios. El catolicismo sólo llena una parte del globo, aunque el título que lleva se presente como universal. El Cristianismo lleva nuestra fe hasta la región luminosa de la eterna palabra divina; el catolicismo restringe esta fe a los límites de la palabra escrita o de las tradiciones”.
El cristianismo nos muestra a Dios sin velo, mientras que la religión,
por sus formas y fórmulas litúrgicas y ceremoniales, lo hace opaco, lo
enmascara y lo oculta a la vista.
“El cristianismo dilata y amplia el uso de nuestras facultades intelectuales. El catolicismo contrae y circunscribe el ejercicio de estas mismas facultades. El cristianismo nos muestra a Dios al descubierto en el seno de nuestro ser, sin el auxilio de las formas y fórmulas. El catolicismo nos deja enfrentados con nosotros mismos para encontrar al Dios oculto bajo la apariencia de las ceremonias”.
La religión rodea todo lo que atañe a la divinidad de “misterios”, la oculta
de manera culpable a la contemplación directa de los fieles, a un Dios que, sin
embargo, tiene su morada en el corazón del hombre:
“El cristianismo no tiene ningún misterio, e incluso este nombre le repugnaría, ya que por esencia, el cristianismo es la evidente y universal claridad. El catolicismo está repleto de Misterios y descansa sólo en bases veladas. La esfinge puede ser colocada en el umbral de los templos, construidos por la mano de los hombres; no puede asentarse en el umbral del corazón del hombre que es la auténtica puerta de entrada del cristianismo. El cristianismo es el fruto del árbol; el catolicismo sólo puede ser el abono”.
Si el cristianismo propone una relación inmediata, libre y abierta con
Dios, la religión encierra, rechaza en el desierto y confina a las almas en
comunidades cerradas, en estructuras regidas por reglas que constriñen, que no
son propicias a la circulación generosa y espontánea de las esencias divinas:
“El cristianismo no hace ni monasterios, ni anacoretas, porque no puede aislarse, como tampoco la luz del sol, sino que busca, igual que ella [la luz del sol], expandir por todas partes su esplendor. Es el Catolicismo el que ha poblado los desiertos de solitarios y las ciudades de comunidades religiosas, unos para dedicarse más fructuosamente a su salvación particular, otros para ofrecer al mundo corrompido unas imágenes de virtud y piedad que lo despierten de su letargo”.
El cristianismo, que solo vive para y en la unidad, no extiende su
reino por la división, las condenas, los cismas, las capillas enemigas, las
luchas fratricidas, las exclusiones, conjunto siempre en lucha, nutrido por la
hostilidad, hecho de desgarros permanentes que son el patrimonio constante de
la religión cristiana desde hace siglos:
“El cristianismo no tiene ninguna secta, ya que abraza la unidad, y la unidad, siendo una, no puede ser dividida por sí misma. El catolicismo vio nacer en su seno a multitudes de cismas y sectas que han incrementado más el reino de la división que el de la concordia; y este catolicismo mismo, cuando se cree en el más perfecto grado de pureza, apenas encuentra a dos personas cuyas creencias sean uniformes”.
Las cruzadas bélicas, apoyadas y muy a menudo fomentadas y organizadas
por la Iglesia, están alejadas del espíritu del cristianismo, cuyo objeto es la
felicidad de todos los seres:
“El cristianismo nunca hubiese emprendido cruzadas; la cruz invisible que lleva en su seno, sólo tiene por objeto el alivio y la felicidad de todos los seres. Es una falsa imitación de este cristianismo, por no ir más allá, la que ha inventado estas cruzadas; es el catolicismo el que las ha adoptado después: pero es el fanatismo el que las ha encomendado; es el jacobinismo el que las ha formado; es el anarquismo el que las ha dirigido, y es el vandalismo el que las ha ejecutado. El cristianismo sólo suscitó la guerra contra el pecado; el catolicismo la ha fomentado contra los hombres”.
El cristianismo, que lleva al hombre al rango de los ministros del
Señor, no conoce institución alguna; no tiene marco legal; obra en el corazón
del hombre con una expansión continua e ilimitada de la fe, al contrario de la
religión que sólo se apoya en la ley de la que hace su única fe.
“El cristianismo sólo camina por experiencias seguras y continuas: el catolicismo sólo funciona por autoridades e instituciones. El cristianismo sólo es la ley de la fe: el catolicismo sólo es la fe de la ley. El cristianismo es la instalación completa del alma del hombre al rango de ministro y obrero del Señor: el catolicismo limita al hombre a cuidar su propia salud espiritual”.
La religión está tan sometida a las formas que separa al hombre de
Dios y, sobre todo, hace perder de vista la meta por alcanzar a las almas
enamoradas del Cielo:
“El cristianismo une sin parar al hombre con Dios, siendo, por su naturaleza, dos seres inseparables; el catolicismo, al emplear a veces el mismo lenguaje, alimenta al hombre con tantas formas que le hace perder de vista su meta real y le deja tomar o contraer numerosos hábitos que no siempre favorecen su verdadero avance”.
El cristianismo está establecido sobre el encuentro íntimo entre Dios
y el alma, es la experiencia concreta, sutil y silenciosa de la Presencia
divina en lo íntimo de la criatura, mientras que la religión, que depende de lo
externo, tan conforme con las leyes de este mundo condenado al tiempo y al
espacio, sólo descansa en el oficio ceremonial de la eucaristía, forma aparente
del santo sacrificio, mientras que el Divino Reparador se entrega a cada uno de
sus elegidos, más bien sustancialmente en lo interno, en un acto sagrado de
inmolación no ostensible de su cuerpo y de su sangre, haciendo que las santas
especies que prometió a sus discípulos pidiéndoles conservar la memoria[2], se confieran de forma muy
espiritual.
“El cristianismo descansa inmediatamente en la palabra no escrita: el catolicismo descansa en general en la palabra escrita, o en el evangelio, y particularmente en la misa. El cristianismo es una activa y perpetua inmolación espiritual y divina, ya sea del alma de Jesucristo o de la nuestra. El catolicismo, que descansa particularmente en la misa, sólo ofrece, para ello, una inmolación ostensible del cuerpo y de la sangre del Reparador”[3].
La conclusión de esta larga lista que constituye el “cuadro de las diferencias entre el
cristianismo y la Iglesia”, acaba por la insistencia en las dimensiones
absolutamente diferentes que separan cristianismo y religión; uno toca la
eternidad, la otra está sometida al tiempo terrenal, siendo sólo un medio
imperfecto para alcanzar el Cielo, autorizando así al verdadero cristiano a
hacer un juicio procedente de su conocimiento interior de lo que distingue lo
relativo de lo fundamental, religiosidad humana y culto del Santuario divino:
“El cristianismo pertenece a la eternidad; el catolicismo pertenece al tiempo. El cristianismo es el término; el catolicismo, a pesar de su majestuosidad imponente de solemnidades, a pesar de la santa magnificencia de sus admirables oraciones, no es sino el medio. Finalmente, es posible que haya muchos católicos que no puedan juzgar aún lo que es el cristianismo; pero es imposible que un verdadero cristiano no sea capaz de juzgar lo que es el catolicismo, o lo que debería ser”.
[1] Todas
los pasajes citados del “Cuadro de las diferencias del cristianismo y del
catolicismo”, proceden del Ministerio del Hombre-Espíritu, 3ª parte: “DE LA
PALABRA”, 1802. La Introducción de este libro lleva una advertencia: “cada vez
que un hombre de deseo se siente apresurado en hacer oír su voz a los mortales,
no puede dejar de gritar: oh verdad santa, ¿qué les diré? Hiciste de mí una
desgraciada víctima, destinada a suspirar en vano para su felicidad. Has
encendido en mí un fuego ardiente, que consume a la vez todo mi ser: Siento
celo por el descanso de la familia humana, o más bien una necesidad imperiosa que
me obsesiona y me consume. No puedo ni evitarlo ni combatirlo, de lo mucho que
me atormenta y me domina. Para colmo de males, este celo desafortunado está limitado a alimentarse con
su propia sustancia, y a devorarse a sí mismo, a falta de encontrar donde
saciar el hambre que me diste de la paz de las almas (….) Aquel que va a
publicar esta obra compartió a veces las angustias de los hombres de deseo;
comparte los votos por la felicidad de la familia humana y va a intentar
conducir las miradas de los mortales sobre el cuadro de lo que miran como la
fuente de sus males, y sobre el objeto que tendrían que cumplir en el universo,
en calidad de imágenes del principio supremo; pues es al hombre a quien dirige
el fruto de sus veladas. Sí, al hombre, que ya sólo es una fuente de amargura,
ya que sólo expande una luz de dolor; hombre, objeto más querido de mi corazón,
después de esta soberana fuente, que sin duda sólo está compuesta por el mismo
amor, ya que su testigo más elocuente es el dulce y sublime privilegio que me
dio poder amarte, eres tú mismo a quien llamo hoy para apoyar mis acciones;
eres tú a quien convoco a la más legítima como más respetable de las
asociaciones, la que tiene por objeto exponer ante mis semejantes el cuadro de
sus verdaderos títulos y hacer que, impactados por la grandeza de su origen, no
descuiden nada para hacer revivir sus privilegios y recobrar su
ilustración”.
[2] “Y
habiendo cogido el pan y dado las gracias, lo rompió y les dio a sus
discípulos, diciendo: esto es mi cuerpo, el cual os es dado: haced esto en
conmemoración mía” (LUCAS XXII, 19). A este respecto, las Santas Escrituras
están fundadas en actos conmemorativos que tienen por vocación perpetuar
constantemente el recuerdo de Dios en su relación con los hombres, por lo que
la Cena se ubica perfectamente en el marco bíblico histórico. La celebración de
la Pascua - en medio de muchos otros eventos: el humo que se elevaba hacia Dios
y debía evocar el recuerdo de su gracia (Números V:26), el recuerdo del Sabbat
con el fin de respetar el día de descanso de Dios (Éxodo XX:8; Levítico XIX:3); la obediencia a los mandamientos de
Dios (Números XV:39) es el ejemplo más llamativo: “Es la Pascua del Eterno. Esta noche recorreré el país de Egipto y
golpearé a los recién nacidos de Egipto, desde los hombres hasta el ganado;
ejerceré juicios contra todos los dioses de Egipto. Soy el Eterno. La sangre os
servirá de señal en las casas donde moráis: veré la sangre, pasaré por encima
de vosotros, y no habrá sobre vosotros plaga exterminadora cuando golpee a
Egipto. Este día será para vosotros memorable, y lo celebraréis como una fiesta
perpetua en cada generación. Durante siete días, comeréis panes ázimos. Desde
el primer día, suprimiréis la levadura de vuestras casas; puesto que quienquiera
que coma pan fermentado hasta el séptimo día, será expulsado de Israel. El
primer día, tendréis una santa convocación y el séptimo día también tendréis
una santa convocación. No haréis ningún trabajo en estos días; sólo podréis
preparar el alimento de cada persona. Guardareis la fiesta de los ázimos,
puesto que es en este día preciso cuando saqué vuestras tropas del país de
Egipto; observaréis este día como una prescripción perpetua por todas las
generaciones. El primer mes, desde la tarde del día catorce del mes hasta la
tarde del día veintiuno, comeréis panes ázimos” (Éxodo, XII:11-18).
[3] Saint-Martin,
en este instante del “Ministerio del Hombre-Espíritu”, utiliza este argumento
para señalar que la manera como la religión hace descansar principalmente su
práctica sobre la eucaristía no está relacionada con la esencia del sacerdocio
evangélico, lo cual recuerda las posiciones de algunos reformados radicales que
llegaron a conferir poca importancia a la misa y rechazaron su carácter
misterioso, casi “mágico” a sus ojos, privilegiando principalmente la efusión
del Espíritu Santo en el plano religioso. “El cristianismo sólo puede estar
formado por la raza santa que es el hombre primitivo, o por la verdadera raza
sacerdotal. El catolicismo, que descansa particularmente en la misa, solo lo
estaba durante la última Pascua de Cristo en los grados iniciales de este
sacerdocio; porque el Cristo celebró la Eucaristía con sus Apóstoles y les
dijo: haced esto en conmemoración mía. Ya habían recibido el poder de rechazar
a los demonios, curar a los enfermos y resucitar a los muertos, pero todavía no
habían recibido el complemento más importante del sacerdocio, ya que la
consagración del sacerdote consiste en la transmisión del Espíritu Santo y el
Espíritu Santo todavía no había sido concedido, porque el Reparador todavía no
había sido glorificado (Juan 7:39). El cristianismo se hace un continuo
incremento de luces, desde el momento en
que el alma del hombre es admitida en él. El catolicismo que hizo de la santa
Cena el más sublime y último grado de su culto, dejó que el velo se extendiera
sobre esta ceremonia e incluso, como lo anoté hablando de los sacrificios,
acabó por incluir en el canon de la misa las palabras MYSTERIUM FIDEI, las
cuales en absoluto están en el Evangelio y contradicen la universal lucidez del
cristianismo”.